Hablar de emociones me remonta a las telenovelas en blanco y negro de las 4 de la tarde, en que había un villano que inflingía dolor y su víctima reaccionaba con lágrimas o agresión. O en los tiempos de hoy y en colores, a las angustias que podían vivir Nemo y su papá en la búsqueda de su reencuentro o los temores que un villano como Voldemort suscitaba en los magos de Hogwarts en las películas de Harry Potter. El guasón de Batman.
Es claro que ninguno de nosotros quiere ser visto o percibido en el entorno laboral como la víctima de mis telenovelas, los angustiados pececitos o el malo de la película inglesa. Y fuimos instruidos para no llevar nuestros problemas al trabajo, pero aunque no los llevemos, el trabajo en sí mismo puede conducirnos a experimentar emociones destructivas que expresamos de maneras no deseadas.
¿Quién no se ha arrepentido de decirle algo a alguien que suscitó una pelea? ¿Quién no se ha arrepentido de no haber advertido oportunamente a su equipo de trabajo sobre la posibilidad de un riesgo en un proyecto? ¿Cómo comunicamos a nuestro equipo el sentido de urgencia por cumplir con las métricas del negocio sin crear la resistencia que tanto nos molesta y no consigue la respuesta?
Estos son sólo algunos interrogantes que tenemos los líderes en nuestra cotidianidad laboral y todavía escucho respuestas como “es que yo soy impulsivo”, “es que se me salió”, “es que no encuentro otra manera de exigir”. Actuar por impulso de la emoción del momento ante la responsabilidad que demanda entregar resultados predecibles a un conjunto de accionistas ávidos de dividendos, en un mundo cuyas incertidumbres no nos permiten poner pasos de certeza, da miedo. La emoción más básica y precaria que puede gobernar nuestros actos, para bien, y para mal.
Y nuestra respuesta desde el miedo subyacente, a los eventos cotidianos como “el pedido no va a llegar”, “la facturación se fue para el otro mes”, “este mes cerramos en rojo” termina siendo cuando menos, destructiva para aquella persona que nos de la mala noticia del día. Lo que en el momento no notamos, porque la rabia o la frustración son nuestras y cuando pasamos a otra cosa se nos olvida que lo hicimos, es que las respuestas destructivas repetidas en el tiempo, empiezan a crear en capas de defensa los otros -ellos también experimentan sus emociones- de lucha o de huída o en otros términos, de contra-argumentarnos en peleas inútiles o de no decir nada para evitar más catástrofes, creando ambientes de tensión e insatisfacción laboral que conducen al ausentismo y rotación de personal. Estos son los efectos medibles desde las áreas de talento humano.
¿Es esto claro para un líder en todo momento? Posiblemente no. O no tendríamos estos índices ni los de enfermedades causadas por estrés laboral que vemos en los reportes de seguridad y salud en el trabajo. Al final, las emociones no son problemas, pero detectoras de situaciones que nos los causan, sí. Y si no las administramos bien, se nos convierten en problemas también.
Hacia mis 30 años entré en contacto con el concepto de inteligencia emocional, tema por el que empecé a apasionarme en la vida, para entender hoy que todas las conductas que tenemos, proceden de nuestras emociones y que por ser tales, ocurren de dos maneras: como respuesta a un estímulo del entorno o como una respuesta a un pensamiento que tenemos sobre algo.
Entonces podemos decirle al líder que empiece por considerarse a sí mismo como un actor-movilizador de voluntades hacia un objetivo común. Y posiblemente su primer pensamiento sea que debe suprimir las emociones para conquistar la voluntad deseada. Esto es errado y dañino para quien intenta suprimirlas. La invitación que la práctica de la inteligencia emocional nos hace es la de detenernos ante una emoción inevitable, procesarla pero no negarla o suprimirla (que incluye aceptar la situación que nos la causa como ineludible) y responder con la emoción que motive la acción constructiva por parte del equipo de trabajo.
Más fácil escribirlo que realizarlo. Sin embargo esto sólo se puede hacer:
Con la consciencia de que las emociones están ahí SIEMPRE
Con la observación y consciencia de qué detona nuestras emociones negativas (el sentido de amenaza a nuestra integridad física o moral, nuestro conjunto de valores)
Un procesamiento de la emoción que puede ir desde salirnos del escenario del conflicto (si eso se puede) hasta respirar profundamente intentando controlar nuestros gestos
Una repaso consciente sobre cuáles pueden ser nuestras posibles respuestas (tenemos que someternos a la mejor práctica de ensayo y error todo el tiempo)
Una selección adecuada de la respuesta ante la circunstancia y la persona
Responder
Agregar a nuestro repertorio de respuestas posibles en situaciones similares, la respuesta brindada, para que esté disponible una siguiente vez
Solamente con la práctica consciente y diaria de estos pasos, nos podremos volver maestros en inteligencia emocional. Y esto nos hará hábiles en la creación de entornos laborales confiables y seguros para las emociones propias y del equipo facilitando deliberar sobre situaciones complejas a consciencia y reduciendo la amenaza de emociones descontroladas que generan caos, confusión y conflictos cuando menos.